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TETRAGRAMMATON HUMANO PLATA 925

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Descripción

El Tetragrámmaton, o el nombre de Dios de cuatro letras, aparece aquí dispuesto en forma de tetractys dentro del corazón humano invertido. Debajo se ve el nombre de Jehová, transformado en «Jehoshua» por la interpolación de la radiante letra hebrea  ש (shin). El dibujo en general representa el trono de Dios y Sus jerarquías dentro del corazón del hombre. En el primero de sus Libri Apologetici, Jakob Böhme describe el significado del símbolo con las siguientes palabras: «Porque los hombres tenemos en común un solo libro que apunta a Dios. Cada uno lo lleva en su interior, que es el inestimable nombre de Dios. Sus letras son las llamas de Su amor, que Él nos ha revelado con Su corazón en el inestimable nombre de Jesús. Quien lea estas letras en su corazón y su espíritu tendrá suficientes libros. Todos los escritos de los hijos de Dios nos dirigen hacia ese libro Único, porque allí residen todos los tesoros de la sabiduría. […] Este libro es Cristo en cada uno de nosotros».

En Isis Sin Velo, H. P. Blavatsky sintetiza el concepto pagano de hombre con las siguientes palabras: «El hombre es un pequeño mundo, un microcosmos dentro del gran universo. Como un feto, está suspendido, con sus tres espíritus, en la matriz del macrocosmos y mientras que su cuerpo terrenal guarda una afinidad constante con su madre tierra, su alma astral vive al unísono con el anima mundisideral. Él está en ella, como ella está en él, porque el elemento que invade el mundo llena todo el espacio y es el propio espacio, solo que ilimitado e infinito. En cuanto al tercer espíritu, el divino, ¿qué es sino un rayo infinitesimal, una de las innumerables radiaciones que proceden directamente de la Causa Máxima, la luz espiritual del mundo? Esta es la trinidad de naturaleza orgánica e inorgánica, lo espiritual y lo físico, que son tres en uno, y de la cual afirma Proclo lo siguiente: “La primera mónada es el Dios eterno; la segunda, la eternidad; la tercera, el paradigma o patrón del universo”, y las tres constituyen la Tríada Inteligible».

Mucho antes de que la idolatría se introdujera en la religión, los 

En Isis Sin Velo, H. P. Blavatsky sintetiza el concepto pagano de hombre con las siguientes palabras: «El hombre es un pequeño mundo, un microcosmos dentro del gran universo. Como un feto, está suspendido, con sus tres espíritus, en la matriz del macrocosmos y mientras que su cuerpo terrenal guarda una afinidad constante con su madre tierra, su alma astral vive al unísono con el anima mundisideral. Él está en ella, como ella está en él, porque el elemento que invade el mundo llena todo el espacio y es el propio espacio, solo que ilimitado e infinito. En cuanto al tercer espíritu, el divino, ¿qué es sino un rayo infinitesimal, una de las innumerables radiaciones que proceden directamente de la Causa Máxima, la luz espiritual del mundo? Esta es la trinidad de naturaleza orgánica e inorgánica, lo espiritual y lo físico, que son tres en uno, y de la cual afirma Proclo lo siguiente: “La primera mónada es el Dios eterno; la segunda, la eternidad; la tercera, el paradigma o patrón del universo”, y las tres constituyen la Tríada Inteligible».

Mucho antes de que la idolatría se introdujera en la religión, los primeros sacerdotes colocaron la estatua de un hombre en el santuario del templo. Aquella figura humana simbolizaba el poder divino con todas sus manifestaciones complejas. Por consiguiente, los sacerdotes de la Antigüedad aceptaron al hombre como canon y, al estudiarlo, aprendieron a comprender los misterios más grandes y más abstrusos del plan celestial del cual formaban parte. No es improbable que aquella figura misteriosa que había encima de los altares primitivos fuera una especie de maniquí y que, como algunas manos emblemáticas de las escuelas mistéricas, estuviese cubierta por jeroglíficos, ya sea pintados o en relieve. Es posible que la estatua se abriera para mostrar la posición relativa de los órganos, los huesos, los músculos, los nervios y las demás partes. Al cabo de siglos de investigación, el maniquí se convirtió en una masa de jeroglíficos complejos y de figuras simbólicas. Cada parte tiene un significado secreto. Las medidas formaban un modelo básico, mediante el cual se podían medir todas las partes del cosmos. Era un espléndido emblema complejo de todo el conocimiento que poseían los sabios y los hierofantes.

Entonces comenzó la época de la idolatría. Los Misterios decayeron desde dentro. Los secretos se perdieron y ya nadie conocía la identidad del hombre misterioso suspendido encima del altar. Lo único que se recordaba era que la figura era un símbolo sagrado y glorioso del Poder Universal, hasta que finalmente empezaron a considerarlo un dios, el Uno a cuya imagen fue creado el hombre. Cuando se perdió el conocimiento de la finalidad para la cual se había construido el maniquí, los sacerdotes adoraron a aquella efigie hasta que, al final, su desconocimiento espiritual hizo que el templo se derrumbara sobre sus cabezas y la estatua se vino abajo, junto con la civilización que había olvidado su sentido.

A partir de aquella suposición de los primeros teólogos de que el hombre había sido creado a imagen de Dios las mentes iniciadas de otros tiempos erigieron la magnífica estructura de la teología sobre la base del cuerpo humano. El mundo religioso de la actualidad ignora casi por completo que la ciencia de la biología constituye el origen de sus doctrinas y sus principios. Muchos de los códigos y las leyes que los teólogos actuales creen que han sido revelaciones directas de la divinidad en realidad son fruto de siglos de ahondar pacientemente en las complejidades de la constitución humana y en las maravillas infinitas reveladas por semejante estudio.

En casi todos los libros sagrados del mundo se puede rastrear una analogía anatómica, que resulta más evidente en sus mitos de la creación. Quien sepa algo de embriología y obstetricia no tendrá ninguna dificultad en reconocer la base de la alegoría con respecto a Adán y Eva y el Jardín del Edén, los nueve grados de los Misterios eleusinos y la leyenda brahmánica de las encarnaciones de Vishnu. La historia del Huevo Universal, el mito escandinavo de Ginnungagap (la grieta oscura del espacio en la cual se siembra la semilla del mundo) y el uso del pez como emblema del poder generador paternal muestran el verdadero origen de la especulación teológica. Los filósofos de la Antigüedad se daban cuenta de que el propio hombre era la clave del misterio de la vida, porque era la imagen viva del Plan Divino, y en los siglos venideros la humanidad también llegará a comprender más  plenamente la solemne trascendencia de aquellas palabras antiguas: «Lo que en realidad debe estudiar el hombre es a sí mismo».

Tanto Dios como el hombre tienen una constitución doble, con una parte superior invisible y una inferior visible. También hay en los dos una esfera intermedia, que marca el punto de encuentro de la naturaleza visible y la invisible. Del mismo modo que la naturaleza espiritual de Dios controla Su forma universal objetiva —que en realidad es una idea cristalizada—, la naturaleza espiritual del hombre es la causa invisible y el poder controlador de su personalidad material visible. Por lo tanto, resulta evidente que el espíritu del hombre guarda la misma relación con su cuerpo material que la que guarda Dios con el universo objetivo. Los Misterios enseñaban que el espíritu, o la vida, era anterior a la forma y que lo que es anterior incluye todo lo que es posterior a sí mismo. Como el espíritu es anterior a la forma, la forma queda incluida dentro del ámbito del espíritu. Además, es una afirmación o creencia popular que el espíritu del hombre está dentro de su cuerpo. Según las conclusiones de la filosofía y la teología, sin embargo, esta creencia es errónea, porque el espíritu primero circunscribe una zona y después se manifiesta en ella. En términos filosóficos, la forma, al ser parte del espíritu, está dentro del espíritu, aunque el espíritu es más que la suma de la forma. Así como la naturaleza material del hombre queda dentro de la suma del espíritu, la Naturaleza Universal, que incluye la totalidad del sistema, queda comprendida dentro de la esencia omnipresente de Dios: el Espíritu Universal.

Según otro concepto de la Sabiduría Antigua, todos los cuerpos —ya sean espirituales o materiales— tienen tres centros, que los griegos llaman el centro superior, el centro intermedio y el centro inferior. Aquí se observa una ambigüedad aparente. Hacer un diagrama o representar simbólicamente de forma adecuada las verdades mentales abstractas resulta imposible, porque la representación diagramática de uno de los aspectos de las relaciones metafísicas en realidad puede contradecir algún otro. Si bien lo que está por encima en general se considera superior en cuanto a dignidad y poder, en realidad lo que está en el centro es superior y anterior tanto con respecto a lo que se dice que está por encima como con respecto a lo que se dice que está por debajo. Por consiguiente, se debe decir que lo primero —que se considera que está por encima— en realidad está en el centro, mientras que los otros dos (de los que se dice que están por encima o bien por debajo) en realidad están por debajo. Para simplificar más esta cuestión, se ruega al lector que considere «por encima» una indicación del grado de proximidad al origen y «por debajo» una indicación del grado de distancia del origen, que está situado justamente en el centro, y la distancia relativa son los distintos puntos a lo largo de los radios desde el centro hacia la circunferencia. En cuestiones relacionadas con la filosofía y la teología, «arriba» se puede entender como «hacia el centro» y «abajo», como «hacia la circunferencia». El centro es el espíritu y la circunferencia es la materia. Por consiguiente, «arriba» quiere decir «hacia el espíritu siguiendo una escala ascendente de espiritualidad» y «abajo» quiere decir «hacia la materia siguiendo una escala ascendente de materialidad». Este último concepto se expresa en parte mediante la  materialidad». Este último concepto se expresa en parte mediante el vértice de un cono que, visto desde arriba, aparece como un punto en el centro exacto de la circunferencia formada por la base del cono.

Estos tres centros universales —el que está arriba, el que está abajo y el vínculo que los une— representan tres soles o tres aspectos del mismo sol: son centros de resplandor. También tienen su analogía en los tres grandes centros del cuerpo humano, que, al igual que el universo físico, es una creación del demiurgo. «El primero de estos [soles] —afirma Thomas Taylor— es análogo a la luz cuando se la ve subsistir en su fuente, el sol; el segundo, a la luz que procede directamente del sol, y el tercero, al esplendor que esta luz transmite a otras naturalezas».

Como el centro superior (o espiritual) está en el medio de los otros dos, su análogo en el cuerpo físico es el corazón: el órgano más espiritual y misterioso del cuerpo humano. El segundo centro (o el vínculo entre el mundo superior y el inferior) se eleva a la posición de máxima dignidad física: el cerebro. El tercer centro (el inferior) queda relegado a la posición de menos dignidad física, pero de mayor importancia física: el aparato reproductor. De este modo, el corazón es, simbólicamente, la fuente de la vida; el cerebro es el vínculo que, mediante la inteligencia racional, une la vida con la forma, y el aparato reproductor (o creador infernal) es la fuente del poder gracias al cual se producen los organismos físicos. Los ideales y las aspiraciones de cada persona dependen en gran medida de cuál de estos tres centros de poder predomine en cuanto al alcance y la actividad de la expresión. En los materialistas, el más fuerte es el centro inferior; en los intelectuales, el superior; en cambio, en los iniciados, el medio —al bañar los dos extremos en un torrente de resplandor espiritual— controla sanamente tanto la mente como el cuerpo.

Así como la luz da fe de que hay vida —que es lo que la origina—, la mente demuestra la existencia del espíritu y la actividad, en un plano más inferior aún, demuestra que existe la inteligencia. Por consiguiente, la mente pone de manifiesto al corazón, mientras que el aparato reproductor, a su vez, pone de manifiesto a la mente. En consecuencia, el símbolo más común de la naturaleza espiritual es un corazón; el de la capacidad intelectual es un ojo abierto, que representa la glándula pineal o el ojo ciclópeo, que es el Jano de dos caras de los Misterios paganos, y el del aparato reproductor es una flor, un bastón, una copa o una mano.

Aunque todos los Misterios reconocían el corazón como centro de la conciencia espiritual, a menudo pasaban por alto deliberadamente este concepto y utilizaban el corazón en su sentido exotérico como símbolo de la naturaleza emocional. En este caso, el aparato reproductor representaba el cuerpo físico; el corazón, el cuerpo emocional, y el cerebro, el cuerpo mental. El cerebro representaba la esfera superior, pero cuando los iniciados habían superado los grados inferiores, les enseñaban que el cerebro representaba la llama espiritual que moraba en los lugares más recónditos del corazón. El estudioso del esoterismo descubre poco después que los antiguos recurrían a menudo a diversos subterfugios para ocultar las verdaderas interpretaciones de sus Misterios. Sustituir el corazón por el cerebro era uno de aquellos subterfugios.

Los tres grados de los Misterios antiguos se otorgaban, salvo contadas excepciones, en cámaras que representaban los tres grandes centros del cuerpo humano y el universal. Si era posible, se construía el propio templo en forma de cuerpo humano. El candidato entraba por entre los pies y recibía el máximo honor en el punto correspondiente al cerebro. El primer grado era el misterio material y su símbolo era el aparato reproductor: el candidato tenía que pasar por los distintos grados del pensamiento concreto. El segundo grado se otorgaba en la cámara correspondiente al corazón, aunque representaba el poder intermedio, que era el vínculo mental. Allí se iniciaba al candidato en los misterios del pensamiento abstracto y era llevado hasta lo más alto que la mente podía penetrar. A continuación, pasaba a la tercera cámara, que, al igual que el cerebro, ocupaba la posición más elevada del templo, pero, al igual que el corazón, tenía la máxima dignidad. En la cámara del cerebro se otorgaba el misterio del corazón. Allí, el iniciado comprendía de verdad por primera vez el significado de aquellas palabras inmortales: «Como un hombre piensa, así es su vida». Como hay siete corazones en el cerebro, hay siete cerebros en el corazón, pero esta es una cuestión superfísica, acerca de la cual no se puede decir gran cosa en este momento.

Proclo escribe sobre este tema en el primero de los Six Books of Proclus on the Theology of Plato: «De hecho, Sócrates en el (primer)Alcibíades observa correctamente que el alma, cuando penetra en sí misma, contempla todas las demás cosas y a la divinidad misma, porque, al acercarse a la unión consigo misma y al centro de toda la vida y al dejar de lado la multitud y la variedad de todos los poderes múltiples que contiene, asciende a la atalaya más alta de los seres. Y así como en el más sagrado de los misterios —dicen— los místicos se encuentran en primer lugar con los géneros multiformes, que se arrojan ante los dioses, pero, al entrar en el templo, impasibles y protegidos por los ritos místicos, reciben verdaderamente en su pecho [corazón] la iluminación divina y, despojados de sus vestiduras —como lo dirían ellos—, participan de una naturaleza divina, lo mismo ocurre —me da la impresión— con la especulación de la totalidad. Porque el alma, cuando observa las cosas que son posteriores a ella, contempla las sombras y las imágenes de los seres, pero Cuando se vuelve hacia sí misma desarrolla su propia esencia y las razones que contiene. Y al principio, efectivamente, solo se contempla —digamos— a sí misma, pero, cuando profundiza más en su propio conocimiento, descubre que posee tanto un intelecto como los órdenes de los seres. Sin embargo, cuando se interna en sus recovecos interiores y —digamos— en el adytum del alma, percibe con su ojo cerrado [sin la ayuda de la mente inferior] el género de los dioses y las unidades de los seres. Porque todas las cosas están en nuestra psique y a través de esta somos capaces por naturaleza de conocerlo todo, despertando los poderes y las imágenes de las totalidades que contenemos».

Los antiguos iniciados advertían a sus discípulos que una imagen no es una realidad, sino simplemente la objetivación de una idea subjetiva. Las imágenes de los dioses no estaban diseñadas para ser objetos de culto, sino que solo había que considerarlas emblemas o recordatorios de poderes y principios invisibles. Asimismo, el cuerpo humano no se debe considerar la persona, sino solo la morada de la persona, del mismo modo que el templo era la Casa de Dios. En un estado de ordinariez y perversión, el cuerpo humano es la tumba o la prisión de un principio divino: en un estado de evolución y regeneración, es la Casa o el Santuario de la divinidad, cuyos poderes creativos le dieron forma. «La personalidad está colgada de un hilo de la naturaleza del Ser», declara la obra secreta. El hombre es, en esencia, un principio permanente e inmortal y solo su cuerpo atraviesa el ciclo del nacimiento y la muerte. Lo inmortal es la realidad; lo mortal es la irrealidad. Durante cada período de la vida terrenal, la realidad vive en la irrealidad y se libera de ella temporalmente mediante la muerte y permanentemente mediante la iluminación.

Aunque en general se consideraban politeístas, los paganos no adquirieron tal reputación por adorar a más de un dios, sino por personificar los atributos de aquel dios, con lo cual crearon un panteón de divinidades posteriores, cada una de las cuales manifestaba una parte de lo que el Único Dios manifestaba como un todo. Por consiguiente, los diversos panteones de las religiones antiguas en realidad representan los atributos catalogados y personificados de la divinidad y, en tal sentido, corresponden a las jerarquías de los cabalistas hebreos. Por lo tanto, todos los dioses de la Antigüedad tienen sus analogías en el cuerpo humano, como ocurre también con los elementos, los planetas y las constelaciones, que se asignaban como vehículos adecuados para aquellos celestiales. Los cuatro centros del cuerpo se asignan a los elementos; los siete órganos vitales, a los planetas; las doce partes y miembros principales, al Zodiaco; las partes invisibles de la naturaleza divina del hombre, a diversas divinidades supramundanas, mientras que el Dios oculto —según decían— se manifiesta a través de la médula de los huesos.

A muchos les cuesta concebirse como verdaderos cosmos, darse cuenta de que su cuerpo físico es una naturaleza visible y de que, a través de su estructura, innumerables olas de vida en evolución desarrollan sus potencialidades latentes. Sin embargo, a través del cuerpo físico del hombre no solo se desarrollan un reino mineral, uno vegetal y uno animal, sino también clasificaciones y divisiones desconocidas de vida espiritual invisible. Así como las células son unidades infinitesimales de la estructura del hombre, el hombre es una unidad infinitesimal de la estructura del universo. Una teología basada en el conocimiento y la apreciación de estas relaciones es tan profundamente justa como profundamente verdadera.

 

 

 

 

 

 

 

 

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